sábado, 16 de junio de 2012

Más profecías

Mis seguidores se habrán percatado que desde que publicara la última profecía de fray Celso Valdivia, en una entrada del día 4 de junio de 2010, no he vuelto a escribir en mi blog nada nuevo en relación con los vaticinios del humilde y a la vez genial monje, ni con la tarotmética, ni con sus visiones que solía plasmar mediante un poema o una crónica nacida de la comunión espiritual con uno de los seres que les tocase vivir en ese tiempo futuro a través de un trance en el que entraba empleando sus técnicas de meditación trascendental. En efecto, no quise alimentar la polémica desde que recibí un correo electrónico de un benedictino, llamémosle Oráculo, que se manifestaba ofendido en extremo por la circunstancia de que yo fomentase la superstición, dirigiéndome invectivas, cuestionando la cordura de fray Celso Valdivia, no faltan a lo largo de la historia religiosos que pierden la cabeza, me dijo, como en cualquier colectivo humano, y tampoco faltan quienes abandonaron la fe en el Señor para adentrarse en las cenagosas moradas del demonio y del ateísmo. De paso cuestionaba la existencia del manuscrito que yo encontré, recalcando que el tarot es incompatible con la aritmética, con todo el corpus científico en general y con una interpretación correcta de la Biblia. De nada sirvieron mis explicaciones en el e-mail que le remití como respuesta al suyo: fray Celso Valdivia fue un hombre intachable, caritativo y generoso, dedicando muchas horas a la enseñanza de los más pobres, lo que demuestra la fortaleza de su fe, su rechazo a la superchería y su equilibrio mental. Que era algo excéntrico, sin duda, las técnicas que utilizaba en sus predicciones así lo sugieren, pero la extravagancia no implica trastorno psíquico. Así se lo hice saber a Oráculo sin el menor éxito: este benedictino continuaba poniendo en cuestión la existencia de un manuscrito del siglo XV que contuviese tantas descripciones y vaticinios impropios de un creyente, sobre todo considerando que pertenecía a su misma orden, aunque aceptaba que quizá se hubiera excedido en las injurias (dirigidas a mí) y la suposición de que Celso Valdivia estuviese como un cencerro. Bien, no me quedó más remedio que mandarle un segundo y último e-mail, pues nunca tuve la intención de ofender a nadie, y mucho menos a un representante de una orden religiosa, ni de alentar ningún tipo de polémica. Le ofrecí que viniera a mi casa, a la modesta biblioteca que he instalado en el sótano donde conservo el manuscrito original. Por suerte aceptó, apareciendo en mi domicilio un lunes por la tarde para, según él, certificar la falsedad del incunable. Mientras tomábamos café le permití que hojeara a su gusto, con las precauciones imprescindibles, dada la antigüedad del ejemplar, el manuscrito de fray Celso Valdivia. A la luz de los fluorescentes que alumbran mi biblioteca pude ver cómo iban cambiando el brillo de sus ojos azules y la expresión de su rostro. Desde las cuatro hasta las ocho de la tarde bebimos una taza de café tras otra sin que él dejara de repetir: imposible, esto es imposible. Imposible, pero cierto: se había topado con un libro sin falsificaciones de ninguna clase, una obra heterogénea, con estudios matemáticos, simples unos, complejos otros, ilustraciones bellísimas que representaban sueños, contactos espirituales los llamaría el religioso, visiones que anticipaban el futuro, textos en los que describía su pasado, la totalidad de su existencia al servicio de Dios, naipes con dibujos extraños (como el de los 13 triángulos que publiqué en mi entrada del día 10 de mayo de 2010) que no figuraban en ninguna baraja conocida.
    Antes de despedirse, el benedictino me propuso algo insólito: deseaba visitarme al menos una vez a la semana para estudiar el manuscrito y aprender las técnicas tarotméticas de fray Celso Valdivia para predecir el futuro, porque este, como ya dije, no se prodigaba en sus profecías: tan solo una o dos por siglo hasta ese fatídico 6 de junio de 2136 en que comenzaría la extinción de la humanidad. Oráculo había pasado de incrédulo a ferviente admirador del monje. No me pude negar, por lo que tuvo acceso libre al manuscrito, siempre que lo examinara en mi casa: como es lógico, consentir en que se fotocopiase no era posible, dadas las características de la obra y su frágil estado de conservación. Él lo entendió porque estuvo trabajando bastante tiempo en un archivo eclesiástico y conoce la delicadeza con que hay que tratar esos volúmenes, aparte de mi oposición, también comprensible, a que el incunable se reprodujera poniendo al alcance de muchos su, digamos, chocante contenido. Pues bien, al cabo de dos meses ya dominaba la tarotmética, por lo que se atrevió a realizar algunas predicciones (de ahí que haya elegido el seudónimo de Oráculo para él, resultan obvias las razones por las que no debe figurar en mi blog su verdadero nombre: los argumentos que esgrimió para criticar mis entradas podrían emplearlos palabra por palabra contra él sus superiores). La primera de las profecías que realizó se refería al año 2013, número que se puede factorizar de la forma: 3·11·61. Si hacemos un análisis al estilo de fray Celso Valdivia, nos encontramos con que aparecen los números primos 3 y 11, es decir, marzo y noviembre, siendo 6 y 1 los dos dígitos que constituyen el tercer número primo, correspondientes a junio y a enero. Según esto, en los demás meses del año pueden surgir problemas. Hasta aquí el estudio aritmético está al alcance de cualquiera, no así las visiones que atisba el augur después de sumirse en el trance gracias al cual toma posesión de una persona que vive en ese tiempo futuro. Para empezar, Oráculo asegura que 2013 será un año de esperanza, de inicio de una etapa que promete un porvenir más llevadero. ¿En qué se basa para afirmar esto? Aunque el análisis parezca simplista (la simpleza oculta a menudo las mayores genialidades), me explicó que como en la factorización de 2013 figuran marzo, mes de 31 días, y noviembre, mes de 30 días, y que si sumamos 31 y 30 obtenemos 61, el tercer número primo de la descomposición factorial, deberíamos interpretar semejante coincidencia como una buena señal inherente a ese año. Bueno, solo hay que esperar un poco para cerciorarnos de que las técnicas tarotméticas funcionan, o más bien si Oráculo ha aprendido de verdad a usarlas correctamente o si posee el mismo don que fray Celso Valdivia para el vaticinio. Antes de escribir la visión que tuvo mi amigo y contemporáneo benedictino, confieso que no pude evitar preguntarle por el presente año 2012. No manifestó mucho interés dado que mi pregunta se refería a un año ya empezado, diciéndome que hiciera yo mismo la factorización: 2012=2·2·503. Observamos que aparecen como números primos o dígitos de estos los siguientes una vez ordenados: 0, 2, 3, 5. El 4=2·2, puesto que incluye al 2 anterior no es lícito contabilizarlo, aunque la tarotmética permite tomar series alternativas, o sea, 0, 3, 4, 5, en lugar de la expresada más arriba. Más de uno podría creer que los meses de febrero, marzo y mayo (según la primera secuencia) no han sido precisamente favorables, pero resulta que Oráculo considera que un año como este, en el que encontramos una serie con el 0, será nefasto o maravilloso, sin término medio, porque el 0 representa el principio universal: la nada de la que Dios lo creó todo. Nada y todo de consecuencias que solo un gran augur, como fray Celso Valdivia, puede anticipar. Por lo que llevamos visto de 2012, el 0 que forma parte de 503 parece predecir el desastre, pero se necesitaría la transmigración del profeta una vez en trance para que su alma, unida a la de un ser quizá atormentado por la crisis (por ejemplo, un indignado), le revele cómo terminará el año. Maravilloso no va a ser, ya resulta evidente al menos en España, esperemos que la catástrofe no alcance las proporciones de la supuesta profecía de los mayas, con la que, de todas formas, no coincide fray Celso Valdivia. Pero retomemos la descomposición en factores primos: vemos que los meses más problemáticos serían enero, febrero o abril, junio y desde julio a diciembre. ¿Cuál es la conclusión de Oráculo? Pues bien, en estado de trance mientras, según me contó, se unía al alma del dueño de una empresa de transportes en el Peloponeso, arruinado por la crisis, que ahora vivía de la mendicidad y de la búsqueda de alimentos en los contenedores de basura, pudo vislumbrar a través de sus ojos una concentración de indigentes a la que se incorporaban policías, profesores, artistas, representantes de todos los sectores de la sociedad. Estaban sentados en el suelo, hablando entre sí, pero de pronto se levantó una persona, ¿hombre, mujer?, de elevada estatura, con una melenita de color castaño, ondas que le caían hasta la base del cuello, y unos ojos oscuros que refulgían en la penumbra reflejando como espejos de azabache pulido la luz de la Luna. Vestía harapos y unas sandalias de cuero muy viejas, ciñéndose la cintura con una cuerda de esparto. Y comenzó a hablar, a hablar de Cristo y de los grandes santos, de quienes dieron ejemplo con sus vidas y ayudaron a los más desgraciados a levantarse y a seguir caminando. Su voz era potente, serena, capaz de derribar una montaña o de mantener el equilibrio sobre los rizos de un Mediterráneo en calma, de vibrar en la vela de un navío sin rumbo. En la reunión se hizo el silencio para oír aquellas palabras que tenían la cadencia de versículos, frases antiguas y familiares, repetidas desde que nacieron, pero que ahora cobraban significado, como si fuera la primera vez que sus mentes las traducían de verdad a una lengua íntima en la que se comunicaban sus corazones. No había moraleja en su discurso, ni ánimo de conversión, ni reproche, solo la imagen que brotaba de sus sílabas, la imagen que todos entendieron como esperanza, esperanza a secas: triunfo de la humanidad, o de lo humano, sobre los demonios que representan a la muerte. Oráculo susurraba entre dientes, pero acabó casi gritando una estrofa que supuse de su cosecha, inspirada en la comunión espiritual a la que asistía:
Los enemigos crecen por doquier,
legión que nos persigue desde antaño,
las huestes del caído en el origen
desde su rebelión y su derrota
que jamás aceptaron. Hoy ya tienen
otros nombres con los que confundirnos:
gobernadores, Bilderberg, expertos
en macroeconomía y en finanzas.
Tendremos que oponernos al engaño
nuestra fuerza es saber que siguen siendo
los demonios de siempre: encarnaciones
del maligno que nunca se somete.
Así no perderemos la esperanza.
   Oráculo no quiso completar el vaticinio tarotmético, empleando los naipes de fray Celso Valdivia, por el escaso interés, como ya he dicho, en hacer un análisis de un año ya en curso, por lo que no puedo dar más detalles relativos a 2012. En cuanto a un análisis integral de 2013, lo dejaré para una próxima entrada pues la extensión de esta ya me va pareciendo excesiva. Me despido de mis seguidores hasta la futura profecía de Oráculo, un honrado benedictino, en la que atisbaremos acontecimientos del año que viene.

domingo, 13 de mayo de 2012

The end of species by means of artificial selection

No cabe duda de que las propias acciones de los seres humanos influyen en la evolución no solo cultural, económica o demográfica de los habitantes del planeta, sino también en la referente a las transformaciones biológicas de las especies: así, a través de esta selección, digamos artificial, hemos obtenido multitud de razas de perros, ovejas con mejor lana, vacas que dan más leche, rosas con pétalos de colores que no existen en sus hermanas silvestres o espigas con mayor número de semillas en cereales más resistentes a las plagas, por poner solo unos ejemplos. Esta selección artificial se está acelerando gracias a técnicas de ingeniería genética, que en siglos anteriores eran inimaginables, lo que nos lleva a una pregunta que la mayoría se habrá hecho: ¿semejante moda, incluso obsesión, terminará afectando a las personas y, si es el caso, en qué sentido? Según el doctor Martin Müller, especialista en bioquímica y genética aplicada al deporte, la selección artificial en los seres humanos será una realidad a finales del XXI o principios del XXII. El modelo de individuo que se tome para producir los futuros representantes de nuestra especie provendrá del mundo del deporte, según opina el Dr. Müller en su artículo The end of species by means artificial selection, pues en la actualidad casi todos tenemos un deportista al que admirar, que se convierte en un auténtico ídolo en muchos casos. Habrá entonces que decidirse: la estatura de un jugador de baloncesto, la fuerza del profesional de la halterofilia, la velocidad de un atleta de cien metros lisos, la puntería del campeón olímpico, medalla de oro en alguna modalidad de tiro, o, por qué no, la inteligencia de un ajedrecista famoso. ¿Optaremos por uno o por varios modelos, dando lugar a otras tantas castas genéticas? Pretender lograr un superhombre o una supermujer que lo reúna todo parece ambicioso en exceso. Quizá una de las castas se imponga finalmente a las restantes: el jugador de baloncesto de 2 metros 30 o el ajedrecista capaz de anticipar 18 movimientos sin cometer errores… O un campeón de lucha libre americana, como el que vi el otro día en la tele, lucha más falsa que los euros de diez dracmas, más bien un espectáculo circense. Si uno contempla a estos representantes de la humanidad, su aspecto físico, las cosas que dicen, su tono de voz, la conclusión no puede ser más aterradora. Los luchadores dominando el planeta, sin futbolistas, ni pívots de 2 metros 30, ni ajedrecistas capaces de derrotar al ordenador más potente. En ese horizonte se divisa el fin de nuestra especie y, de paso, la extinción de las otras que existen en el mundo, porque no ignoramos como influyen nuestras acciones en el entorno. Aterradora esa visión del futuro: especímenes de la lucha libre americana en la cúspide de la evolución, con esa anatomía que solo unos privilegiados pueden exhibir, y esos discursos floridos que hubieran dejado perplejo al mismísimo Darwin, y, sobre todo, esos atuendos de superhéroe incluso más ridículos que los que vestían Batman y Robin. Le suplico, Dr. Müller, que haga algo para evitar que se materialice semejante futuro. Haga algo pronto, y no me diga que es un incondicional del wrestling, por favor.

lunes, 12 de marzo de 2012

Aparcamientos

Para conocer el carácter de un pueblo, léase país, puede resultar esclarecedor la forma en que sus conciudadanos estacionan sus vehículos en los aparcamientos públicos. Es posible hacerlo con perfección geométrica, centrando el coche en la plaza que ocupa, normalmente de forma rectangular, incluso si para ello fuera preciso realizar algunas maniobras perdiendo unos segundos. También puede estacionarse dejando el automóvil un poco girado, olvidándose de la elegancia que supone el paralelismo, o respetando esto último pero sin centrar el vehículo, pegado quizá en exceso a una línea divisoria, sin pensar en las dificultades que los adyacentes tendrán para abrir las puertas, aunque, eso sí, siempre sin salirse de la plaza que corresponda. Existe al menos otra posibilidad: estacionar ocupando más de una plaza, por lo general dos, sin que al conductor le importe la inhabilitación de una de ellas para el uso por parte de otro coche. Si el aparcamiento público es de pago, podría solucionarse esto cobrándole al que abusa el importe correspondiente a las plazas que ocupó. No significa que estas personas, las que no respetan las líneas de demarcación invadiendo espacios colindantes, no piensen en los demás: a lo mejor son muy solidarias con tribus remotas de desiertos africanos o selvas de Sudamérica, lo que ocurre es que no tienen tiempo para aparcar bien o perder esos segundillos a que nos obliga alguna maniobra debido a una cita inaplazable, como podría ser, por ejemplo, jugar un partido de tenis. De manera que si viajan, y tienen la oportunidad de ver aparcamientos públicos en algún país extranjero, fíjense en la invasión de plazas ajenas, en la elegancia del paralelismo, en los intentos de centrar los vehículos imitando la perfección geométrica. Hagan estadísticas para comparar: quizá les resulte esclarecedor.

martes, 11 de octubre de 2011

Oro cancerígeno

Resulta preocupante la noticia publicada en la prestigiosa revista Philadelphia Science & Technologies reseñando el descubrimiento de los doctores Patrick Williams y Henry Metzer. Según estos científicos, tras quince años de investigaciones, han encontrado una alta correlación entre el contacto con el oro y el desarrollo de determinados tipos de cáncer. No debemos olvidar que el oro es un metal pesado como el mercurio o el plomo, de hecho, tal y como puede comprobarse en la tabla periódica, el elemento del que hablamos tiene por número atómico 79, el Hg se halla a su lado con número 80 y el Pb se sitúa en el puesto 82, y nadie debe de ignorar los perjuicios que causan a la salud estos metales. Confirmadas estadísticamente sus hipótesis, Williams y Metzer tuvieron muchas dudas en publicar los resultados a principios de septiembre por la alarma que estos podrían provocar. Aunque ambos doctores no añaden nada más al respecto, centrándose, a la vista del artículo que figura en la citada edición de Philadelphia Science & Technologies, en los aspectos más técnicos de su estudio, no parece difícil imaginar el origen de su desasosiego: ¿quién no posee un objeto del noble y preciado metal?, ¿qué esposos no lucen una alianza de oro para demostrar a propios y extraños su fidelidad y cariño? Piensen en las joyas o relojes que heredamos como recuerdos de nuestros antepasados. Y mucho peor aún: el oro es una materia prima a la que recurren una multitud de grandes inversores en períodos donde la volatilidad de los mercados bursátiles y la baja rentabilidad de la especulación con bienes inmuebles les hacen perder el interés en estos negocios. Hay bancos que custodian miles de lingotes, sí, lingotes físicos que representan las compras de potentados y entidades financieras: el valor de estos bloques metálicos podría desvanecerse, equiparados a las piezas de adobe con las que algunos indígenas aún construyen sus casas. Y qué puede decirse de los tesoros nacionales que sustentan su credibilidad económica en reservas del elemento número 79: más de un estado se hundiría, más de un país, expuesto a la voracidad de los mercados, recibiría un castigo sin precedentes. Por eso los doctores Williams y Metzer dudaban, y por eso se encuentran en paradero desconocido.

viernes, 2 de septiembre de 2011

El reloj de arena

Solo he estado una vez en el rastro, por simple curiosidad más que con la intención de adquirir algún objeto de dudosa procedencia —a una amiga le robaron la bici y la encontró allí—, objetos que componían un mosaico de lo más heterogéneo, desde cómics y abalorios de hippie hasta pañuelos variopintos para señoras de mediana edad o camisetas de marcas falsificadas.
—Oiga, ¿no le interesa mi género?
Aquella voz provenía de un individuo sentado ante un reloj de arena de unos ocho centímetros de alto, un telescopio pequeño y bastante antiguo con el que no se vería ni el tenderete de enfrente, una brújula oxidada y dos sextantes que parecían idénticos: un muestrario de tecnología ya obsoleta. Eso sí, el reloj de arena resultaba decorativo: manufacturado en vidrio, bronce y caoba, seguro que quedaba bien encima de un aparador o antepuesto a un juego de copas de cristal dentro de una vitrina. Lo levanté para contemplarlo mejor y lo invertí para que la arena dorada comenzase a fluir reconstruyendo la correspondiente duna antípoda en el otro receptáculo.
—Ya veo, ya veo que le gusta el reloj: muy bonito, ¿verdad?, aunque la estética es lo de menos en este caso.
—Como antigüedad no está mal, pero hay artilugios más precisos y cómodos para medir el tiempo hoy día —repliqué.
El vendedor, un tipo de entre sesenta y setenta años, bizco, canoso, con barba de anacoreta, un polo celeste, pantalones vaqueros y chanclas como las que suelen usar las jovencitas, me escrutó valorando mi perfil de comprador, vaya, las facilidades que ofrecería como víctima para su estrategia de ave rapaz.
—Tiene razón, caballero, pero esta máquina no se encuentra en cualquier sitio... Me da la impresión de que usted no ignora la calidad de la pieza singular que ha cogido entre sus manos, y como me ha caído bien, voy a hacerle un precio especial: trescientos euros.
Coloqué el reloj de arena sobre su mostrador cochambroso con tanta energía que estuve a punto de romperlo: aquel tipo me tomaba por imbécil.
—Trescientos euros no vale el conjunto de lo que tiene expuesto aquí, ¿cree que soy tonto?
—En absoluto, ya le he dicho que pienso que entiende de esta clase de artilugios, pero he de informarle de que la arena de este reloj procede de la superficie de Marte: comprenderá que eso es algo que se debe pagar a su justo precio, más bien a su injusto precio porque le estoy haciendo una rebaja considerable.
—¿Arena marciana? —murmuré, dudando entre reírme o largarme a toda velocidad sin volver la vista atrás.
—Exacto, caballero, original del planeta rojo...
—Que planeta rojo ni que planeta rojo, ¿acaso tiene una hija trabajando en la NASA que ha pulverizado para usted un trozo del meteorito ese procedente de Marte?
—No, es un hijo el que trabaja en la NASA, mis dos hijas son prostitutas en un club nocturno de Barcelona, y no se crea, ganan casi tanto como mi varoncito ingeniero.
—Vale, así que ese varoncito ingeniero le ha regalado el reloj con arena extraterrestre...
—Qué va, se lo compré a un coleccionista amigo mío al que le quedaban unos meses de vida, junto con otros que ya he vendido, pero ninguno como esta pieza de valor incalculable: al parecer era un recuerdo de familia que pasaba de padres a hijos. Lástima que mi amigo no llegara a ser padre.
—Si es de valor incalculable, ¿por qué quiere deshacerse de él?
—Porque..., porque necesito liquidez. Cada hombre tiene sus debilidades: yo necesito ir a ese club de Barcelona mensualmente...
—No se acostará con sus hijas, ¿eh?
—No, ahora no, aunque las caté en su día, pero están demasiado delgadas para mi gusto... Oiga, le dejo el reloj de arena en doscientos euros y le invito a una visita al club si usted se encarga del transporte. Seguro que mi chica mayor le satisface: es un auténtico bombón... Por cierto, no encontrará reloj de arena más preciso: seis minutos clavados.
La verborrea de aquel sujeto me tenía como cautivo en una red de fascinación: ¿sería un nigromante, un hipnotizador bizco, pero hipnotizador al fin y al cabo, un loco capaz de embaucar a los atrevidos o estúpidos que se pusieran a su alcance como yo? Por ganar tiempo miré mi reloj de pulsera y, al unísono, invertí de nuevo el de arena. Esperé, mientras seguía oyendo sus bobadas, a que el chorro de granitos dorados fuese vaciando el receptáculo superior. Veía que el viejo me observaba con una sonrisa a medio camino entre la avidez y el triunfo. De reojo no perdía el control de la diminuta catarata.
—No es cierto lo que me ha dicho —aseguré—, la arena ha tardado en caer menos de seis minutos.
—Exacto... Es que se me olvidó explicarle que tarda seis minutos en Marte, donde la gravedad, como usted sabe, es aproximadamente cinco treceavos de la terrestre, no mucho menos de la mitad, y aunque el aire del interior también procede de ese mundo, y le recuerdo que la atmósfera marciana es mucho más tenue que la nuestra, por lo que el rozamiento compensa algo la diferencia debida a la atracción gravitatoria, resulta que aquí la arena cae más rápido. Pero, oiga, los seis minutos, en Marte, clavaditos.
—Vamos a ver, me ha dicho que el reloj no fue un regalo de su hijo ese de la NASA, sino que se lo compró a un coleccionista, heredado de su padre y de su abuelo, lo cual es imposible porque los primeros vehículos exploradores que tomaron muestras del suelo marciano fueron Viking 1 y Viking 2, en mil novecientos setenta y seis, y jamás volvieron de regreso para traer un puñado de arena. Quizá lo haga algún otro ingenio espacial a lo largo de este siglo o del próximo, pero, por ahora, ni polvo, ni aire, ni fósiles de bacterias —le demostré que no sería una presa tan fácil de capturar.
—Ah, ya comprendo: usted es de los que creen en los viajes espaciales, pero no aceptan los periplos por el tiempo...
—Pues no, no acepto los periplos por el tiempo —me faltó añadir: sabiondillo.
—Un error del que la ciencia le sacará tal vez antes de que pase a mejor vida, amigo... Pero no discutamos por naderías. Le dejo el reloj de arena en ciento cincuenta euros y no se hable más. Sigue en pie la visita al club de Barcelona.
—Nunca he ido de putas ni lo pienso hacer en el futuro.
—Usted se lo pierde. Mire..., yo soy muy aficionado al bricolaje, pero cuando tengo una avería gorda acudo a un profesional.
—No tengo ninguna avería gorda en los bajos.
—Como quiera, pero dígame, ¿se decide o no?
—¿A adquirir este viejo reloj por ciento cincuenta euros?
—Exacto, se trata de una pieza única.
—Pues no —dije, rotundo, al tiempo que amagaba con invertir por tercera vez el artilugio.
—Por favor, absténgase de darle la vuelta de nuevo —me rogó casi suplicando.
—¿Por qué?
—Seis minutos en la primera ocasión, seis minutos en la segunda, seis minutos en la tercera, ya sabe, amigo: 666, el número de la bestia. Ocurrirá una desgracia si lo hace la misma persona de manera consecutiva.
—Otra bobada: según usted, seis minutos tardaba en Marte, no aquí, a no ser que la catástrofe suceda en el planeta rojo.
—Exacto.
—Pero por allí andará poca gente, ¿no?
—Nunca se sabe.
No me gusta que me tomen por tonto, así que, como venganza por su charlatanería e intento de timo, invertí el reloj de arena y lo coloqué dando un golpe sobre su pequeño mostrador. Mientras me alejaba volví la cabeza: su rostro empezaba a palidecer, tiñéndose con ese color amarillo del miedo, de los cobardes. ¿O era verdoso?

jueves, 25 de agosto de 2011

Eclipse de Luna

Jordi estaba muy cabreado con su jefe, pero más le valía no rechistar: para dos meses de trabajo al año que le permitían costearse la matrícula en la universidad, preferible guardar silencio. Si había algún extra no remunerado, siempre le tocaba a él. Los veleros de la clase Hobie Cat reposaban alineados sobre la arena, mientras que las piraguas, de un color naranja vivo, las había colocado verticalmente apoyando las quillas sobre el acantilado dentro del recinto donde se hallaba la caseta del negocio. Pero aquella noche sería la del eclipse, y al imbécil de su jefe se le ocurrió que obtendría unas ganancias sustanciosas si alquilaba los hidropedales hasta la medianoche, aunque no contase con autorización para ello. Los socorristas se habían ido a su hora de la playa, por lo que Jordi se temía que quizá le tocara en algún momento tener que suplantarlos, porque a medida que se acercaba el crepúsculo, la afluencia de gente aumentaba. Por allí unos surfistas, más acá dos chiflados montando un telescopio, niños jugando a la pelota, padres con prismáticos, parejas y grupos con vasos de un litro llenos de cócteles cuyos colores parecían fosforescentes con la puesta de sol, adquiridos, como él había hecho con su botellín de cerveza, en el Rompeolas: un antiguo merendero sobre la parte baja del acantilado, desde el que podía descenderse a la arena por una escalerilla de madera. En el interior del Rompeolas se veía un hacinamiento desconocido, como en la playa a esas horas. Jordi dio un sorbo del botellín abstraído en el vuelo de una cometa que pretendía imitar a Batman.
Alberto y Fran se habían aburrido de buscar olas sobre las que cabalgar con sus tablas. Qué ganas tenían de viajar a California, a Hawaii o a alguna playa del norte, en el País Vasco, por ejemplo, donde encontrar unas olas decentes, aunque no lograran un tubo. Fran se ajustó su lycra y, durante unas milésimas de segundo, un escalofrío le recorrió la espalda: ¿era una señal, un pálpito de malos augurios en la inminencia de un peligro indefinible o la necesidad del neopreno en aquel atardecer fresco? Los últimos rayos de sol se habían extinguido. Fran se incorporó mirando al horizonte, por donde la Luna, casi llena, haría su aparición antes de irse ensombreciendo. ¿Dónde estarían Germán y Lola?, ¿es que pensaban contemplar el fenómeno sobre la moto de agua del joven? Si fuera así, poco eclipse verían teniendo en cuenta la forma de conducir de Germán. ¿Y en qué momento habían desaparecido de la playa Mila y Tomás?, porque cuando ellos salieron del agua nadie permanecía custodiando sus pertenencias, una temeridad que llevó a Alberto a una demostración de su rico vocabulario de exabruptos. Un resplandor anaranjado comenzó a teñir el horizonte, el mar que se extendía por levante. Por fin, por fin la Luna se alzaba para exhibirse ante los espectadores allí congregados. Hubo gritos que provenían del Rompeolas, aplausos en la arena, balones que dejaron de rodar, personas con prismáticos que se metían unos decímetros en el agua como si de ese modo se aproximasen de manera significativa al satélite para contemplarlo desde más cerca. Alberto se puso en pie y, echándole el brazo derecho por el hombro a Fran, señaló con el izquierdo la aparición del astro vecino, a lo que este asintió con la cabeza, mientras, a su vez, le indicaba a su amigo surfista el movimiento de una moto acuática dejando una estela de espuma que se retorcía igual que una serpiente con las curvas alocadas: Germán con Lola, sin prestar atención a los prolegómenos del eclipse.
Mila y Tomás se habían retirado hacia las dunas, a unos quinientos metros de allí, en la linde del pinar donde podrían entregarse a sus juegos amorosos a la espera del eclipse. Tras despojarse de sus ropas, estuvieron retozando unos minutos en una hondonada entre las dunas, aislados del mundo, al menos eso creían ellos, pero el pulular creciente de los mosquitos los decidió a acelerar la consumación. Por poco se frustra el acto, porque Mila deseaba que la penetrase por delante, al contrario que Tomás a quien le apetecía un coito acariciando sus nalgas, un coito vaginal, eso sí, pero por detrás. Por fin la joven accedió y, poniéndose a cuatro patas, recibió los empellones de su amante, mientras maldecía por tres motivos: el escarabajo que pasó sobre su mano derecha, los palmetazos, que no caricias, que le propinaba Tomás, y los jadeos crecientes de otra pareja que se encontraría en un lugar cercano, tal vez detrás de uno de los pinos que se hallaban a escasos metros de su hondonada arenosa. ¿Y el eclipse de Luna?, le preguntó entre embestida y embestida. Que le den por culo a la Luna. ¿No te estoy eclipsando yo a ti bien el coño? Pues confórmate.
Aún quedaban tres hidropedales en el mar. Quienes los habían alquilado se lo estaban pasando bien. Jordi no entendía que los adultos se divirtieran como niños pequeños, deslizándose por los toboganes hasta caer al agua con un chapuzón al parecer irresistible. Dio otro sorbo de cerveza antes de mirar a los del telescopio esforzados en estabilizar el aparato sobre una de las rocas que formaban la avanzadilla del acantilado sobre la arena, desprendiéndose alguna que otra todos los años. Las luces de un mercante y de varios pesqueros comenzaron a adquirir un tono rojizo. Y es que aquella Luna, recién emergida del horizonte, no era la Luna de plata o de queso de la que hablaban poetas y narradores, no: se trataba de una bola sanguinolenta, de un naranja sucio, casi amenazador, que subía por el cielo ya libre de las nubes que lo salpicaron a primeras horas de la tarde.
Alberto había comprado en el Rompeolas dos daikiris de zumo de naranja, porque tanto Fran como él los preferían así y no de limón. Al levantar los vasos de plástico, vieron que el tono era muy similar al de la Luna, al del satélite que empezaba a mostrar una dentellada de sombra, una muesca de oscuridad que la devoraba poco a poco. Dónde se encontrarían Tomás y Mila, iban a perderse el eclipse, por no hablar de los daikiris, que estaban deliciosos. Qué pesados aquellos dos, siempre follando, sin pensar en otra cosa hasta el punto de que abandonaron sus propias tablas y las de sus amigos, junto con el resto de pertenencias, sin importarles que les robaran.
Tomás, tras finalizar su cabalgada, se derrumbó sobre Mila, quien, a su vez, quedó aplastada sobre la arena. La joven protestó porque no podía casi respirar con aquel peso muerto encima, pero su pareja no tenía ganas de moverse. Espera un poco, mujer, que esta penetración ha sido agotadora, en unos minutos descabalgo. En unos minutos nos perdemos el eclipse. La voz de Mila se oía deformada por la presión de su rostro sobre la arena. Que le den por culo a la Luna y a todos los jodidos satélites.
Jordi seguía cabreado. Aún quedaban dos hidropedales sobre el agua, por lo que su único entretenimiento consistiría en dar sorbos a la cerveza y observar a los reunidos en la playa. Los del telescopio daban gritos de admiración elevando los brazos al cielo como si agradecieran a Dios su deferencia por regalarles aquel fenómeno. Desde luego, llamaba la atención: la Luna estaba a punto de desaparecer engullida por una oscuridad que se extendía sobre ella como una peste sideral. ¿Y ahora qué? Se adivinaba la presencia del satélite, pero de aquel anaranjado sucio no quedaba ni rastro. Todos expectantes, todos como conteniendo la respiración. Y justo cuando un destello brilló por donde había recibido la primera dentellada, un ruido ensordecedor hizo que todos se estremecieran. ¿Una explosión? ¿Qué había pasado? Jordi se acercó corriendo hacia la espuma que dejaban las olas al morir: una moto de agua había chocado contra uno de los hidropedales. No, si al final siempre le tocaban a él los marrones. Los alaridos de dolor eran bien audibles. ¿Cuántas personas gritaban?, ¿una, dos, más?
Alberto y Fran quedaron paralizados con sus daikiris a medias. Sabían que la moto acuática de Germán y Lola había tenido un accidente, grave, con seguridad, un impacto contra una roca u otra embarcación. No apostaban nada por las vidas de sus amigos, como mal menor quedarían parapléjicos, pensó Fran. Ya nunca irían a coger olas ni a California, ni a Hawaii ni a Australia.
Mila intentó reptar sobre la hondonada para salir de debajo de Tomás, pero este era muy pesado para ella. Solo un momentito más, mujer, solo un momentito, que aún tengo la polla tiesa ahí metida. No puedo respirar. Claro que puedes. ¿Y el eclipse? El eclipse ya ha terminado, hay más luz, mucha luz. Pues quiero verla, quiero ver la Luna iluminándose. Que le den por culo a la Luna.
La gente corrían de un lado para otro en la playa. Los móviles sonaban. Se oyó una sirena a lo lejos, de la policía o de una ambulancia. Los hacinados en el Rompeolas se apresuraban a bajar a la arena para saber lo que sucedía. El protagonismo se lo llevaba el morbo, la sombra de la muerte eclipsando a cuerpos destrozados sobre los vaivenes de las olas.
La Luna había recuperado ya la mitad de su rostro. Y era un rostro blanco, de tiza, con esa palidez propia de los cadáveres.

viernes, 27 de mayo de 2011

Fin del mundo

De nuevo fallaron las predicciones que anunciaban el fin del mundo: ni multimillonarios ociosos, como en este caso, ni augures de pacotilla, ni siquiera intérpretes de textos o iconos abstrusos legados por profetas muy reconocidos o por civilizaciones misteriosas, que por esta circunstancia, ser misteriosas, adquieren mayor credibilidad, han acertado en sus vaticinios. O a lo mejor sí, tal vez hemos muerto ya todos y no nos hemos enterado, porque si existen universos paralelos podrían existir también ramas divergentes del tiempo, como si este se ramificara al igual que hacen los árboles al crecer. Esto se traduciría en que ya somos todos cadáveres en una de esas ramas, pero, imitando a pajarillos traviesos, supimos saltar a otra abandonando nuestros despojos en aquella línea temporal que sufrió la hecatombe responsable del fin del mundo, al menos de ese mundo cuyas cenizas se habrán desvanecido en un espacio y un tiempo que ya nunca visitaremos. No hay mal que cien años dure, desde la perspectiva de la historia de un individuo, siempre y cuando no se sea muy longevo, pero las situaciones se repiten para los que heredan o no abandonan esa rama de la realidad en donde el fin del mundo no llega nunca. Sin ir más lejos, podemos citar nuevos terremotos destructivos, otro volcán en Islandia amenazando el espacio aéreo, más balconing al acercarse el verano. Lo del balconing se las trae teniendo en cuenta que la solución ideada por los hoteleros de las Baleares, para remediar tan peligrosa práctica, consiste en alojar a los sospechosos en primeras plantas con vistas a las piscinas al objeto de disminuir el riesgo de cráneos destrozados por culpa de la distancia a la diana. Por lo visto a nadie se le ocurrido pensar en el “efecto llamada” que supone la decisión de ponérselo más fácil a dichos descerebrados (algunos lo serán literalmente). Parecía más lógico alojar a estos adictos al alcohol, al cannabis, a las anfetaminas y al riesgo, en habitaciones sin vistas a ninguna piscina para evitar la tentación. Porque una cosa es zambullirse en el agua en plan bomba y otra suicidarse dejándose los sesos sobre un suelo de cerámica, una fuente mármol o un cántaro de diseño. Digo yo, porque los muy animales a lo mejor ya saben que se puede saltar en el último momento, como pajarillos traviesos, a otra rama temporal dejando la carcasa anterior, a modo de camisa de serpiente desechada, en un patio de un hotel de Ibiza. Sus padres, atrapados en la anterior rama del tiempo, que se jodan, por ignorantes: que aprendan a saltar como pajarillos hasta un hotel de otro universo. Porque me da la impresión de que, sea el universo que sea, no hay hoteles gratis.

jueves, 5 de mayo de 2011

El consuelo de los tontos

En el mes de marzo supimos que España era el primer país europeo en número de consumidores de cocaína, y uno de los primeros del mundo, no muy lejos de Estados Unidos, circunstancia de notable significación si se comparan las poblaciones. Pero pronto se puso en duda el dato del que se hizo eco la prensa: al parecer no estaba del todo claro que España superase al Reino Unido en la cantidad de cocainómanos, por lo que quizá retrocediésemos un puesto en tan destacado ranking. Este hecho recuerda al informe Pisa, según el cual nuestra población de estudiantes no termina de adelantar posiciones, especialmente en lo referido a algunas materias consideradas como la base de la sociedad del futuro, esa que ya se denomina del conocimiento: hablo de las matemáticas y de las ciencias en general. Pero hay países que están peor que nosotros, faltaría más, en donde los estudiantes no saben hacer la o con un canuto, tal vez porque la o no figura en su alfabeto o porque los canutos los emplean para otras cosas, como algunos de por aquí. El consuelo de los tontos, sin duda: no somos los primeros en consumir cocaína ni los últimos en sumar polinomios. Eso sí, somos campeones en paro. Por desgracia, no existe consuelo, ni siquiera el de los tontos, que nos ayude a sobrellevar todo lo que tal liderazgo implica.

lunes, 14 de febrero de 2011

Pirata

Tengo un amigo que trabaja en Asuntos Sociales atendiendo a las personas que desean presentar una solicitud para que evalúen su grado de minusvalía. A muchas de tales personas les surgen dudas cuando van a rellenar el impreso o en relación con los documentos que deben aportar. No hace mucho se sentó ante su mesa un individuo muy peculiar: rapado en apariencia, pues se cubría con un pañuelo al estilo pirata, de ojos azules y barba rubia, con varias cicatrices cruzándole el rostro, carente de mano izquierda, en cuyo lugar exhibía un apéndice biónico al igual que en su pierna derecha de la rodilla hacia abajo. Pero lo más sorprendente de aquel tipo no era su aspecto sino su modo de hablar, vaya, más bien el desparpajo con el que se dirigió a mi amigo para que le ayudase a perpetrar sus intenciones. Buenos días, me llamo Steve Leclerc, señor... Braulio, dijo leyendo el nombre de mi amigo que se exponía junto a un abrecartas encima de la mesa. Verás, vengo a que me ayudes a rellenar este endiablado impreso, tuteó sin contemplaciones en un buen castellano, pero con un acento cuyo origen mi amigo no supo determinar, porque hay que ver lo difícil que resulta entender las instrucciones que se dan en los impresos de este país, y que conste que yo soy español, eh, se me concedió la nacionalidad hace cinco años, aunque nací en Kenia para luego... para luego recorrer medio mundo por esos mares de Dios... Lo que te decía, Braulio, creo que debe corresponderme un grado de minusvalía superior al 65%. Bueno, señor Leclerc, replicó mi amigo manteniéndose al margen del tuteo con la esperanza de que el otro retomase la senda del formalismo burocrático, ignoro las argumentaciones y los documentos que usted va a presentar, pero, en todo caso, no me compete a mí la decisión sobre su grado de minusvalía. Lo comprendo, Braulio, pero reconocerás que faltándome una mano, la movió ante sus narices, la mitad de una pierna, se puso en pie para subirse el pernil derecho y mostrarle el dispositivo biónico, y un ojo, introdujo unos dedos de titanio, o del metal que fuera, por los bordes de los párpados, de un modo que a mi amigo le dio una grima espantosa, para extraer un globo ocular de vidrio que sonó en la mano del señor Leclerc como una canica que cayese rebotando sobre la tapa de hierro de una alcantarilla, no estoy para muchas alegrías, porque apenas me valgo por mí mismo y mi señora bastante tiene con hacer la..., con trabajar de sol a sol todos los días, comentó, sentándose de nuevo, sin aclarar a cuál de los intervalos entre los dos soles se refería. Steve Leclerc colocó el ojo junto al abrecartas. Concretemos, dijo mi amigo apartando la vista de la cuenca vacía, como una gruta sanguinolenta que no invitaba en absoluto a la exploración, hay otros ciudadanos que requieren nuestro servicio y no tenemos toda la mañana... Eso es verdad, Braulio, que no quiero parecerme a mi padre, siempre contando batallitas de aquí y de allá, porque mi padre, que era belga, se las traía, y mi madre, nacida en Escocia, también, aventureros los dos, siempre en busca de fortuna por esas selvas, y claro, así he salido yo, pirata en el Índico durante más de veinte años, lo que no me sirvió para hacerme rico, que conste, sino para perder un buen porcentaje de mi cuerpo, y si no fuera por la comprensión, la comprensión y las leyes, dicho sea de paso, de este benéfico país, no hubiese paliado mis deficiencias con estos dispositivos mecánicos, volvió a mover la mano metálica, porque gracias a que me concedieron el asilo político cuando huí de Somalia, hará ya cerca de quince años, pude sobrevivir en condiciones aceptablemente dignas; ¿conoces cómo son las cárceles en Somalia? No, señor Leclerc, pero, repito, procure no divagar y hágame sus preguntas de la manera más precisa posible. Enseguida, Braulio, enseguida, ya sé que un buen funcionario es el mejor profesional que necesita cualquier país, y lo sé porque yo también me considero un profesional de categoría en mi sector, no como esos piratas somalíes de ahora que van a lo fácil, unos pipiolos asaltando atuneros a punta de metralleta, aprovechándose de la provisionalidad de unos gobiernos o de la cobardía de otros que no se atreven a infringir las leyes internacionales que regulan la navegación y asuntos parecidos... Yo sí que me la he jugado, amigo Braulio, menos mal que me acogieron en España y que tuve la suerte de que unos médicos me eligieran para experimentar estos apéndices biónicos sin que a mí me costara ni un solo euro. Así que eso fue con cargo a la Seguridad Social, murmuró mi amigo olvidándose de que llevaba diez minutos atendiendo a aquel tipo. Claro que sí, ya te dije que soy pobre a pesar de mis años de pirata, pero no pienses que no he cumplido con la justicia, porque bastante sufrí en el presidio de Somalia. Que acabé con la vida de unos cuantos, de acuerdo, que no pude resistirme a violar a algunas decenas de jovencitas, como las que navegaban con sus familias en un yate de lujo no muy lejos de las islas Maldivas, no lo niego, pero todo fue por una buena causa: la lucha contra las clases opulentas que controlan el capitalismo, porque el capitalismo tiene la obligación moral de devolvernos lo que nos ha robado, ya sea a personas o a países..., y a eso vengo yo, a que me devuelva algo, si no es posible un ojo por lo menos una paga mensual, un subsidio que compense tanta desgracia: de las muertes y las violaciones también tiene la culpa el capitalismo descarnado que impregna el mundo. Me conformo con un 70% de minusvalía. No es que quiera cuestionar sus razonamientos, señor Leclerc, pero, ¿no le parece que el estado español se ha gastado ya bastante en usted como para que continúe exigiendo más ayudas, sobre todo si se tiene en cuenta que lo salvaron en su día concediéndole el asilo político?, preguntó Braulio omitiendo exteriorizar las últimas palabras que pensó: sin merecerlo, asesino y violador. Esto no es un asunto que se sustancie en la lógica o los sentimientos, amigo mío, sino en las leyes: que te asiste el derecho a pedir más, pues lo pides y punto, que para eso tiene uno la nacionalidad española y, además, un ciudadano de la Unión Europea no debe rendirse nunca al desánimo: si se renuncia a la legítima aspiración de alcanzar la sociedad del ocio, estaremos ya para siempre a merced del capitalismo. ¿Sociedad del ocio o sociedad del vicio?, inquirió mi amigo que ya empezaba a cabrearse. Da igual, Braulio, ¿o es que aún no te has enterado de que los vicios ahora se llaman adicciones, dignas de conmiseración y tratamiento terapéutico, que exculpan de cualquier responsabilidad, y de que el ocio, en su máxima expresión, se fundamenta en esas adicciones creadoras de empleo, ya sea sumergido o visible? Vale, dijo derrotado mi amigo, ya que no termina de concretar sus dudas, si le parece comenzamos por consignar sus datos..., Steve Leclerc, ¿verdad? Sí. ¿DNI o tarjeta de residencia? Oye, Braulio, en profesión pones pirata retirado, retirado, eh, como los militares, que yo me considero un militar con mutilaciones sufridas en acto de servicio a lo largo de dos décadas. No es preciso mencionar la profesión. Lo digo por si lo fuera, Braulio, aclaró rascándose el cogote con la mano mecánica.

jueves, 20 de enero de 2011

Crisisantemos

Durante el último día de difuntos se vendieron menos flores, como consecuencia de la crisis, claro. Las de plástico no se marchitan y, por otra parte, la lluvia se encarga de limpiarlas, lo que ahorra bastantes visitas al camposanto. El pragmatismo y la economía se imponen hasta en este tipo de asuntos. Si en las lápidas se prescindiese de epitafios y demás retórica referente a los familiares, sustituyendo de paso el nombre del fallecido por un número, como por ejemplo el DNI, gastaríamos menos en marmolistas, que ya cobran bastante por inscribir, a menudo con faltas de ortografía, los apellidos del muerto.
La incineración no representa muchas ventajas, en lo que a coste se refiere, con respecto a la inhumación, pues, aunque el familiar no esté obligado a la compra de un columbario para depositar la urna, el proceso encarece las pompas fúnebres si no se dispone de un seguro. Aunque hay gente que guarda en un armario empotrado varias urnas: con las cenizas de su esposo, de su padre, de su suegra, de una hermana y hasta de un perro muy querido, siempre que se rechace contaminar las aguas de un río, de una bahía o del embalse que abastece de agua a la población con los restos carbonizados. Incluso no faltará quien, presa del desvarío, cultive en dichas urnas, mejoradas las cenizas con algo de tierra del lugar, unos geranios, petunias y hasta crisantemos, las flores más apropiadas a juzgar por las preferencias de la mayoría (su parte de culpa tendrán los japoneses).
No están los tiempos para exequias de lujo, por más que algunas funerarias ofrezcan a sus posibles clientes probar los ataúdes, acolchados y guarnecidos con materias nobles, como si fuesen esos canapés de salmón que puedes degustar en una gran superficie, tomándolos de una bandejita con la que te aborda una joven con un atuendo típico de Noruega y unas tetas generosas asomando por su escote. ¿Cuál es su talla, caballero?, disponemos de todo tipo de medidas, desde la L a la XXL; ni de sobra ni encogido, que un cadáver también merece yacer a gusto: si pudiera apreciar la comodidad lo agradecería, ¿no cree? Sí creo, aunque no tanto en el valor de la extravagancia, en esos negocios basados en el estudio de tendencias, en las modas que se avecinan, que terminarán martirizándonos con despedidas de solteros donde unos vampiros sátiros pretenderán chuparnos hasta la última gota de sangre y, lo que es peor, hasta el último céntimo. Hay muchas cosas superfluas, repugnantes o simplemente prescindibles cuya omisión nos permitiría ahorrar un poco, por ejemplo las despedidas de solteros ya citadas, con o sin vampiros sátiros (o vampiresas ninfómanas). Para entretenernos resulta más barato cultivar crisantemos en una maceta de las de verdad, pensando en el próximo día de difuntos, subir a un monte sin la ropa ni el material deportivo recomendado, o pasear por un parque, como hacían nuestros abuelos, que no les daban la lata a nadie con el botellón, ni con luchas callejeras, ni con el claxon de un coche haciéndote correr por un paso de cebra. Y no necesitaron más estímulos para parir a nuestros padres.