viernes, 15 de octubre de 2010

Hormigas

Las invasiones de hormigas nunca son iguales: dependen del año, como el vino. Hace tres, dichos insectos sociales poseían un tamaño minúsculo, difíciles de ver si uno no se fijaba; e inversamente proporcional a sus dimensiones era su número: cientos, miles por todas partes. Claro que también dependerá del punto geográfico en que se viva y de las características de la vivienda, pues en un séptimo piso ubicado en una gran ciudad seguramente no habrá apenas hormigas, todo lo contrario que en una casa unifamiliar en las afueras, próxima al campo. Hace dos, aparecieron unas enormes, y mucho menos numerosas, que de sobra cuadruplicaban en longitud a las más pequeñas. Por lo visto, estas gigantes se dedican a esclavizar a las otras, de modo que trabajen para ellas y las alimenten. Hace uno, encontré en las terrazas multitud de hormigas con alas: las reinas en busca de sitios apropiados para fundar nuevas colonias. Se arrastraban sobre las baldosas como si ya no pudiesen volar después de una diáspora agotadora por el aire, a punto quizá de perder o desprenderse de sus órganos para desplazarse igual que abejas rastreando sus flores preferidas. Inútil la diáspora. No podía permitir que establecieran sus hormigueros dentro de los muros de mi casa entrando por cualquier grieta.
Lo curioso es que las invasiones no suelen repetirse; cada año varían algo: en la especie, en la cantidad, en el color, en el tamaño, etc. Algún agente natural se encarga de controlar la superpoblación, lo que debería hacernos pensar en nuestro problema, el primer problema de la humanidad, que consiste en eso: la superpoblación. En los ochenta se hablaba mucho de ello, pues la explosión demográfica, empezando por China, iba a poner en jaque a todos los ecosistemas del planeta. Ahora parece haberse olvidado: por encima de la supervivencia a largo plazo están los negocios. Los ciudadanos son clientes. Aunque los compradores dispongan de poco dinero, si resulta suficiente para llegar a fin de mes en sus respectivos países, quizá se permitan consumir ciertos productos que enriquecerán aún más a los ricos. Ya se sabe: cientos o miles de millones de pobres, gastándose un euro al mes, generarán cientos o miles de millones de euros para alguna o algunas empresas. Y si las mujeres trabajan, mejor. Y si los inmigrantes trabajan, mejor. El truco consiste en bajar los salarios, de modo que mantener una familia exija la aportación de los miembros de la pareja, o, en el caso de los inmigrantes, la aportación de dos, tres, cinco parejas que viven hacinadas en un piso de 90 metros cuadrados, como mucho. Y que alguien se atreva a criticar, con lo bien que queda lo de combatir la discriminación por razones de sexo, raza, religión, etc. Aunque lo que se critique sea la pérdida del poder adquisitivo de las clases medias: si en los setenta bastaba un sueldo para mantener a una familia, ahora debería seguir bastando. Que trabajan los dos componentes de la pareja, pues mejor, mantendrían dos familias si fuese posible. Pero los ricos son más ricos invirtiendo en las mal llamadas potencias demográficas, en cobrar hipotecas a quien quizá no pueda continuar pagándolas si se produce el colapso, y en despedir a todos los trabajadores que le sobran tras una innovación tecnológica gracias a la cual no podrá absorber a todo el personal.
El problema es la superpoblación, porque en nuestras sociedades no existen factores que la regulen de forma espontánea: rompemos el equilibrio de los ecosistemas, provocamos el cambio climático o, por ejemplo, conseguimos crear un nuevo mar de los sargazos en el océano Pacífico, pero no con algas, sino con bolsas de plástico que varias generaciones de hormigas humanas se han encargado de arrojar como si el planeta azul pudiese digerirlo todo sin dejar rastro. No nos engañemos, las guerras no son la solución para cambiar las tendencias demográficas.
Mientras tanto nos invaden las hormigas, como esa especie argentina que está conquistando Europa, no a base de competir y luchar entre ellas, sino cooperando. Los distintos hormigueros no intentan destruirse entre sí, aunque unas comunidades lleven ya varios años asentadas aquí y otras acaben de instalarse: se reconocen como pertenecientes a una supercomunidad que, para perpetuarse a modo de especie hegemónica, exige más la asociación que el sometimiento. A la larga, las hormigas gigantes y esclavistas están llamadas a desaparecer, mientras que las que colaboran, abandonando prejuicios étnicos propios de todo insecto bien educado desde que era una larva, extenderán sus dominios por el mundo a la espera de su gran oportunidad: que sea inhabitable para los seres humanos.