martes, 11 de octubre de 2011

Oro cancerígeno

Resulta preocupante la noticia publicada en la prestigiosa revista Philadelphia Science & Technologies reseñando el descubrimiento de los doctores Patrick Williams y Henry Metzer. Según estos científicos, tras quince años de investigaciones, han encontrado una alta correlación entre el contacto con el oro y el desarrollo de determinados tipos de cáncer. No debemos olvidar que el oro es un metal pesado como el mercurio o el plomo, de hecho, tal y como puede comprobarse en la tabla periódica, el elemento del que hablamos tiene por número atómico 79, el Hg se halla a su lado con número 80 y el Pb se sitúa en el puesto 82, y nadie debe de ignorar los perjuicios que causan a la salud estos metales. Confirmadas estadísticamente sus hipótesis, Williams y Metzer tuvieron muchas dudas en publicar los resultados a principios de septiembre por la alarma que estos podrían provocar. Aunque ambos doctores no añaden nada más al respecto, centrándose, a la vista del artículo que figura en la citada edición de Philadelphia Science & Technologies, en los aspectos más técnicos de su estudio, no parece difícil imaginar el origen de su desasosiego: ¿quién no posee un objeto del noble y preciado metal?, ¿qué esposos no lucen una alianza de oro para demostrar a propios y extraños su fidelidad y cariño? Piensen en las joyas o relojes que heredamos como recuerdos de nuestros antepasados. Y mucho peor aún: el oro es una materia prima a la que recurren una multitud de grandes inversores en períodos donde la volatilidad de los mercados bursátiles y la baja rentabilidad de la especulación con bienes inmuebles les hacen perder el interés en estos negocios. Hay bancos que custodian miles de lingotes, sí, lingotes físicos que representan las compras de potentados y entidades financieras: el valor de estos bloques metálicos podría desvanecerse, equiparados a las piezas de adobe con las que algunos indígenas aún construyen sus casas. Y qué puede decirse de los tesoros nacionales que sustentan su credibilidad económica en reservas del elemento número 79: más de un estado se hundiría, más de un país, expuesto a la voracidad de los mercados, recibiría un castigo sin precedentes. Por eso los doctores Williams y Metzer dudaban, y por eso se encuentran en paradero desconocido.

viernes, 2 de septiembre de 2011

El reloj de arena

Solo he estado una vez en el rastro, por simple curiosidad más que con la intención de adquirir algún objeto de dudosa procedencia —a una amiga le robaron la bici y la encontró allí—, objetos que componían un mosaico de lo más heterogéneo, desde cómics y abalorios de hippie hasta pañuelos variopintos para señoras de mediana edad o camisetas de marcas falsificadas.
—Oiga, ¿no le interesa mi género?
Aquella voz provenía de un individuo sentado ante un reloj de arena de unos ocho centímetros de alto, un telescopio pequeño y bastante antiguo con el que no se vería ni el tenderete de enfrente, una brújula oxidada y dos sextantes que parecían idénticos: un muestrario de tecnología ya obsoleta. Eso sí, el reloj de arena resultaba decorativo: manufacturado en vidrio, bronce y caoba, seguro que quedaba bien encima de un aparador o antepuesto a un juego de copas de cristal dentro de una vitrina. Lo levanté para contemplarlo mejor y lo invertí para que la arena dorada comenzase a fluir reconstruyendo la correspondiente duna antípoda en el otro receptáculo.
—Ya veo, ya veo que le gusta el reloj: muy bonito, ¿verdad?, aunque la estética es lo de menos en este caso.
—Como antigüedad no está mal, pero hay artilugios más precisos y cómodos para medir el tiempo hoy día —repliqué.
El vendedor, un tipo de entre sesenta y setenta años, bizco, canoso, con barba de anacoreta, un polo celeste, pantalones vaqueros y chanclas como las que suelen usar las jovencitas, me escrutó valorando mi perfil de comprador, vaya, las facilidades que ofrecería como víctima para su estrategia de ave rapaz.
—Tiene razón, caballero, pero esta máquina no se encuentra en cualquier sitio... Me da la impresión de que usted no ignora la calidad de la pieza singular que ha cogido entre sus manos, y como me ha caído bien, voy a hacerle un precio especial: trescientos euros.
Coloqué el reloj de arena sobre su mostrador cochambroso con tanta energía que estuve a punto de romperlo: aquel tipo me tomaba por imbécil.
—Trescientos euros no vale el conjunto de lo que tiene expuesto aquí, ¿cree que soy tonto?
—En absoluto, ya le he dicho que pienso que entiende de esta clase de artilugios, pero he de informarle de que la arena de este reloj procede de la superficie de Marte: comprenderá que eso es algo que se debe pagar a su justo precio, más bien a su injusto precio porque le estoy haciendo una rebaja considerable.
—¿Arena marciana? —murmuré, dudando entre reírme o largarme a toda velocidad sin volver la vista atrás.
—Exacto, caballero, original del planeta rojo...
—Que planeta rojo ni que planeta rojo, ¿acaso tiene una hija trabajando en la NASA que ha pulverizado para usted un trozo del meteorito ese procedente de Marte?
—No, es un hijo el que trabaja en la NASA, mis dos hijas son prostitutas en un club nocturno de Barcelona, y no se crea, ganan casi tanto como mi varoncito ingeniero.
—Vale, así que ese varoncito ingeniero le ha regalado el reloj con arena extraterrestre...
—Qué va, se lo compré a un coleccionista amigo mío al que le quedaban unos meses de vida, junto con otros que ya he vendido, pero ninguno como esta pieza de valor incalculable: al parecer era un recuerdo de familia que pasaba de padres a hijos. Lástima que mi amigo no llegara a ser padre.
—Si es de valor incalculable, ¿por qué quiere deshacerse de él?
—Porque..., porque necesito liquidez. Cada hombre tiene sus debilidades: yo necesito ir a ese club de Barcelona mensualmente...
—No se acostará con sus hijas, ¿eh?
—No, ahora no, aunque las caté en su día, pero están demasiado delgadas para mi gusto... Oiga, le dejo el reloj de arena en doscientos euros y le invito a una visita al club si usted se encarga del transporte. Seguro que mi chica mayor le satisface: es un auténtico bombón... Por cierto, no encontrará reloj de arena más preciso: seis minutos clavados.
La verborrea de aquel sujeto me tenía como cautivo en una red de fascinación: ¿sería un nigromante, un hipnotizador bizco, pero hipnotizador al fin y al cabo, un loco capaz de embaucar a los atrevidos o estúpidos que se pusieran a su alcance como yo? Por ganar tiempo miré mi reloj de pulsera y, al unísono, invertí de nuevo el de arena. Esperé, mientras seguía oyendo sus bobadas, a que el chorro de granitos dorados fuese vaciando el receptáculo superior. Veía que el viejo me observaba con una sonrisa a medio camino entre la avidez y el triunfo. De reojo no perdía el control de la diminuta catarata.
—No es cierto lo que me ha dicho —aseguré—, la arena ha tardado en caer menos de seis minutos.
—Exacto... Es que se me olvidó explicarle que tarda seis minutos en Marte, donde la gravedad, como usted sabe, es aproximadamente cinco treceavos de la terrestre, no mucho menos de la mitad, y aunque el aire del interior también procede de ese mundo, y le recuerdo que la atmósfera marciana es mucho más tenue que la nuestra, por lo que el rozamiento compensa algo la diferencia debida a la atracción gravitatoria, resulta que aquí la arena cae más rápido. Pero, oiga, los seis minutos, en Marte, clavaditos.
—Vamos a ver, me ha dicho que el reloj no fue un regalo de su hijo ese de la NASA, sino que se lo compró a un coleccionista, heredado de su padre y de su abuelo, lo cual es imposible porque los primeros vehículos exploradores que tomaron muestras del suelo marciano fueron Viking 1 y Viking 2, en mil novecientos setenta y seis, y jamás volvieron de regreso para traer un puñado de arena. Quizá lo haga algún otro ingenio espacial a lo largo de este siglo o del próximo, pero, por ahora, ni polvo, ni aire, ni fósiles de bacterias —le demostré que no sería una presa tan fácil de capturar.
—Ah, ya comprendo: usted es de los que creen en los viajes espaciales, pero no aceptan los periplos por el tiempo...
—Pues no, no acepto los periplos por el tiempo —me faltó añadir: sabiondillo.
—Un error del que la ciencia le sacará tal vez antes de que pase a mejor vida, amigo... Pero no discutamos por naderías. Le dejo el reloj de arena en ciento cincuenta euros y no se hable más. Sigue en pie la visita al club de Barcelona.
—Nunca he ido de putas ni lo pienso hacer en el futuro.
—Usted se lo pierde. Mire..., yo soy muy aficionado al bricolaje, pero cuando tengo una avería gorda acudo a un profesional.
—No tengo ninguna avería gorda en los bajos.
—Como quiera, pero dígame, ¿se decide o no?
—¿A adquirir este viejo reloj por ciento cincuenta euros?
—Exacto, se trata de una pieza única.
—Pues no —dije, rotundo, al tiempo que amagaba con invertir por tercera vez el artilugio.
—Por favor, absténgase de darle la vuelta de nuevo —me rogó casi suplicando.
—¿Por qué?
—Seis minutos en la primera ocasión, seis minutos en la segunda, seis minutos en la tercera, ya sabe, amigo: 666, el número de la bestia. Ocurrirá una desgracia si lo hace la misma persona de manera consecutiva.
—Otra bobada: según usted, seis minutos tardaba en Marte, no aquí, a no ser que la catástrofe suceda en el planeta rojo.
—Exacto.
—Pero por allí andará poca gente, ¿no?
—Nunca se sabe.
No me gusta que me tomen por tonto, así que, como venganza por su charlatanería e intento de timo, invertí el reloj de arena y lo coloqué dando un golpe sobre su pequeño mostrador. Mientras me alejaba volví la cabeza: su rostro empezaba a palidecer, tiñéndose con ese color amarillo del miedo, de los cobardes. ¿O era verdoso?

jueves, 25 de agosto de 2011

Eclipse de Luna

Jordi estaba muy cabreado con su jefe, pero más le valía no rechistar: para dos meses de trabajo al año que le permitían costearse la matrícula en la universidad, preferible guardar silencio. Si había algún extra no remunerado, siempre le tocaba a él. Los veleros de la clase Hobie Cat reposaban alineados sobre la arena, mientras que las piraguas, de un color naranja vivo, las había colocado verticalmente apoyando las quillas sobre el acantilado dentro del recinto donde se hallaba la caseta del negocio. Pero aquella noche sería la del eclipse, y al imbécil de su jefe se le ocurrió que obtendría unas ganancias sustanciosas si alquilaba los hidropedales hasta la medianoche, aunque no contase con autorización para ello. Los socorristas se habían ido a su hora de la playa, por lo que Jordi se temía que quizá le tocara en algún momento tener que suplantarlos, porque a medida que se acercaba el crepúsculo, la afluencia de gente aumentaba. Por allí unos surfistas, más acá dos chiflados montando un telescopio, niños jugando a la pelota, padres con prismáticos, parejas y grupos con vasos de un litro llenos de cócteles cuyos colores parecían fosforescentes con la puesta de sol, adquiridos, como él había hecho con su botellín de cerveza, en el Rompeolas: un antiguo merendero sobre la parte baja del acantilado, desde el que podía descenderse a la arena por una escalerilla de madera. En el interior del Rompeolas se veía un hacinamiento desconocido, como en la playa a esas horas. Jordi dio un sorbo del botellín abstraído en el vuelo de una cometa que pretendía imitar a Batman.
Alberto y Fran se habían aburrido de buscar olas sobre las que cabalgar con sus tablas. Qué ganas tenían de viajar a California, a Hawaii o a alguna playa del norte, en el País Vasco, por ejemplo, donde encontrar unas olas decentes, aunque no lograran un tubo. Fran se ajustó su lycra y, durante unas milésimas de segundo, un escalofrío le recorrió la espalda: ¿era una señal, un pálpito de malos augurios en la inminencia de un peligro indefinible o la necesidad del neopreno en aquel atardecer fresco? Los últimos rayos de sol se habían extinguido. Fran se incorporó mirando al horizonte, por donde la Luna, casi llena, haría su aparición antes de irse ensombreciendo. ¿Dónde estarían Germán y Lola?, ¿es que pensaban contemplar el fenómeno sobre la moto de agua del joven? Si fuera así, poco eclipse verían teniendo en cuenta la forma de conducir de Germán. ¿Y en qué momento habían desaparecido de la playa Mila y Tomás?, porque cuando ellos salieron del agua nadie permanecía custodiando sus pertenencias, una temeridad que llevó a Alberto a una demostración de su rico vocabulario de exabruptos. Un resplandor anaranjado comenzó a teñir el horizonte, el mar que se extendía por levante. Por fin, por fin la Luna se alzaba para exhibirse ante los espectadores allí congregados. Hubo gritos que provenían del Rompeolas, aplausos en la arena, balones que dejaron de rodar, personas con prismáticos que se metían unos decímetros en el agua como si de ese modo se aproximasen de manera significativa al satélite para contemplarlo desde más cerca. Alberto se puso en pie y, echándole el brazo derecho por el hombro a Fran, señaló con el izquierdo la aparición del astro vecino, a lo que este asintió con la cabeza, mientras, a su vez, le indicaba a su amigo surfista el movimiento de una moto acuática dejando una estela de espuma que se retorcía igual que una serpiente con las curvas alocadas: Germán con Lola, sin prestar atención a los prolegómenos del eclipse.
Mila y Tomás se habían retirado hacia las dunas, a unos quinientos metros de allí, en la linde del pinar donde podrían entregarse a sus juegos amorosos a la espera del eclipse. Tras despojarse de sus ropas, estuvieron retozando unos minutos en una hondonada entre las dunas, aislados del mundo, al menos eso creían ellos, pero el pulular creciente de los mosquitos los decidió a acelerar la consumación. Por poco se frustra el acto, porque Mila deseaba que la penetrase por delante, al contrario que Tomás a quien le apetecía un coito acariciando sus nalgas, un coito vaginal, eso sí, pero por detrás. Por fin la joven accedió y, poniéndose a cuatro patas, recibió los empellones de su amante, mientras maldecía por tres motivos: el escarabajo que pasó sobre su mano derecha, los palmetazos, que no caricias, que le propinaba Tomás, y los jadeos crecientes de otra pareja que se encontraría en un lugar cercano, tal vez detrás de uno de los pinos que se hallaban a escasos metros de su hondonada arenosa. ¿Y el eclipse de Luna?, le preguntó entre embestida y embestida. Que le den por culo a la Luna. ¿No te estoy eclipsando yo a ti bien el coño? Pues confórmate.
Aún quedaban tres hidropedales en el mar. Quienes los habían alquilado se lo estaban pasando bien. Jordi no entendía que los adultos se divirtieran como niños pequeños, deslizándose por los toboganes hasta caer al agua con un chapuzón al parecer irresistible. Dio otro sorbo de cerveza antes de mirar a los del telescopio esforzados en estabilizar el aparato sobre una de las rocas que formaban la avanzadilla del acantilado sobre la arena, desprendiéndose alguna que otra todos los años. Las luces de un mercante y de varios pesqueros comenzaron a adquirir un tono rojizo. Y es que aquella Luna, recién emergida del horizonte, no era la Luna de plata o de queso de la que hablaban poetas y narradores, no: se trataba de una bola sanguinolenta, de un naranja sucio, casi amenazador, que subía por el cielo ya libre de las nubes que lo salpicaron a primeras horas de la tarde.
Alberto había comprado en el Rompeolas dos daikiris de zumo de naranja, porque tanto Fran como él los preferían así y no de limón. Al levantar los vasos de plástico, vieron que el tono era muy similar al de la Luna, al del satélite que empezaba a mostrar una dentellada de sombra, una muesca de oscuridad que la devoraba poco a poco. Dónde se encontrarían Tomás y Mila, iban a perderse el eclipse, por no hablar de los daikiris, que estaban deliciosos. Qué pesados aquellos dos, siempre follando, sin pensar en otra cosa hasta el punto de que abandonaron sus propias tablas y las de sus amigos, junto con el resto de pertenencias, sin importarles que les robaran.
Tomás, tras finalizar su cabalgada, se derrumbó sobre Mila, quien, a su vez, quedó aplastada sobre la arena. La joven protestó porque no podía casi respirar con aquel peso muerto encima, pero su pareja no tenía ganas de moverse. Espera un poco, mujer, que esta penetración ha sido agotadora, en unos minutos descabalgo. En unos minutos nos perdemos el eclipse. La voz de Mila se oía deformada por la presión de su rostro sobre la arena. Que le den por culo a la Luna y a todos los jodidos satélites.
Jordi seguía cabreado. Aún quedaban dos hidropedales sobre el agua, por lo que su único entretenimiento consistiría en dar sorbos a la cerveza y observar a los reunidos en la playa. Los del telescopio daban gritos de admiración elevando los brazos al cielo como si agradecieran a Dios su deferencia por regalarles aquel fenómeno. Desde luego, llamaba la atención: la Luna estaba a punto de desaparecer engullida por una oscuridad que se extendía sobre ella como una peste sideral. ¿Y ahora qué? Se adivinaba la presencia del satélite, pero de aquel anaranjado sucio no quedaba ni rastro. Todos expectantes, todos como conteniendo la respiración. Y justo cuando un destello brilló por donde había recibido la primera dentellada, un ruido ensordecedor hizo que todos se estremecieran. ¿Una explosión? ¿Qué había pasado? Jordi se acercó corriendo hacia la espuma que dejaban las olas al morir: una moto de agua había chocado contra uno de los hidropedales. No, si al final siempre le tocaban a él los marrones. Los alaridos de dolor eran bien audibles. ¿Cuántas personas gritaban?, ¿una, dos, más?
Alberto y Fran quedaron paralizados con sus daikiris a medias. Sabían que la moto acuática de Germán y Lola había tenido un accidente, grave, con seguridad, un impacto contra una roca u otra embarcación. No apostaban nada por las vidas de sus amigos, como mal menor quedarían parapléjicos, pensó Fran. Ya nunca irían a coger olas ni a California, ni a Hawaii ni a Australia.
Mila intentó reptar sobre la hondonada para salir de debajo de Tomás, pero este era muy pesado para ella. Solo un momentito más, mujer, solo un momentito, que aún tengo la polla tiesa ahí metida. No puedo respirar. Claro que puedes. ¿Y el eclipse? El eclipse ya ha terminado, hay más luz, mucha luz. Pues quiero verla, quiero ver la Luna iluminándose. Que le den por culo a la Luna.
La gente corrían de un lado para otro en la playa. Los móviles sonaban. Se oyó una sirena a lo lejos, de la policía o de una ambulancia. Los hacinados en el Rompeolas se apresuraban a bajar a la arena para saber lo que sucedía. El protagonismo se lo llevaba el morbo, la sombra de la muerte eclipsando a cuerpos destrozados sobre los vaivenes de las olas.
La Luna había recuperado ya la mitad de su rostro. Y era un rostro blanco, de tiza, con esa palidez propia de los cadáveres.

viernes, 27 de mayo de 2011

Fin del mundo

De nuevo fallaron las predicciones que anunciaban el fin del mundo: ni multimillonarios ociosos, como en este caso, ni augures de pacotilla, ni siquiera intérpretes de textos o iconos abstrusos legados por profetas muy reconocidos o por civilizaciones misteriosas, que por esta circunstancia, ser misteriosas, adquieren mayor credibilidad, han acertado en sus vaticinios. O a lo mejor sí, tal vez hemos muerto ya todos y no nos hemos enterado, porque si existen universos paralelos podrían existir también ramas divergentes del tiempo, como si este se ramificara al igual que hacen los árboles al crecer. Esto se traduciría en que ya somos todos cadáveres en una de esas ramas, pero, imitando a pajarillos traviesos, supimos saltar a otra abandonando nuestros despojos en aquella línea temporal que sufrió la hecatombe responsable del fin del mundo, al menos de ese mundo cuyas cenizas se habrán desvanecido en un espacio y un tiempo que ya nunca visitaremos. No hay mal que cien años dure, desde la perspectiva de la historia de un individuo, siempre y cuando no se sea muy longevo, pero las situaciones se repiten para los que heredan o no abandonan esa rama de la realidad en donde el fin del mundo no llega nunca. Sin ir más lejos, podemos citar nuevos terremotos destructivos, otro volcán en Islandia amenazando el espacio aéreo, más balconing al acercarse el verano. Lo del balconing se las trae teniendo en cuenta que la solución ideada por los hoteleros de las Baleares, para remediar tan peligrosa práctica, consiste en alojar a los sospechosos en primeras plantas con vistas a las piscinas al objeto de disminuir el riesgo de cráneos destrozados por culpa de la distancia a la diana. Por lo visto a nadie se le ocurrido pensar en el “efecto llamada” que supone la decisión de ponérselo más fácil a dichos descerebrados (algunos lo serán literalmente). Parecía más lógico alojar a estos adictos al alcohol, al cannabis, a las anfetaminas y al riesgo, en habitaciones sin vistas a ninguna piscina para evitar la tentación. Porque una cosa es zambullirse en el agua en plan bomba y otra suicidarse dejándose los sesos sobre un suelo de cerámica, una fuente mármol o un cántaro de diseño. Digo yo, porque los muy animales a lo mejor ya saben que se puede saltar en el último momento, como pajarillos traviesos, a otra rama temporal dejando la carcasa anterior, a modo de camisa de serpiente desechada, en un patio de un hotel de Ibiza. Sus padres, atrapados en la anterior rama del tiempo, que se jodan, por ignorantes: que aprendan a saltar como pajarillos hasta un hotel de otro universo. Porque me da la impresión de que, sea el universo que sea, no hay hoteles gratis.

jueves, 5 de mayo de 2011

El consuelo de los tontos

En el mes de marzo supimos que España era el primer país europeo en número de consumidores de cocaína, y uno de los primeros del mundo, no muy lejos de Estados Unidos, circunstancia de notable significación si se comparan las poblaciones. Pero pronto se puso en duda el dato del que se hizo eco la prensa: al parecer no estaba del todo claro que España superase al Reino Unido en la cantidad de cocainómanos, por lo que quizá retrocediésemos un puesto en tan destacado ranking. Este hecho recuerda al informe Pisa, según el cual nuestra población de estudiantes no termina de adelantar posiciones, especialmente en lo referido a algunas materias consideradas como la base de la sociedad del futuro, esa que ya se denomina del conocimiento: hablo de las matemáticas y de las ciencias en general. Pero hay países que están peor que nosotros, faltaría más, en donde los estudiantes no saben hacer la o con un canuto, tal vez porque la o no figura en su alfabeto o porque los canutos los emplean para otras cosas, como algunos de por aquí. El consuelo de los tontos, sin duda: no somos los primeros en consumir cocaína ni los últimos en sumar polinomios. Eso sí, somos campeones en paro. Por desgracia, no existe consuelo, ni siquiera el de los tontos, que nos ayude a sobrellevar todo lo que tal liderazgo implica.

lunes, 14 de febrero de 2011

Pirata

Tengo un amigo que trabaja en Asuntos Sociales atendiendo a las personas que desean presentar una solicitud para que evalúen su grado de minusvalía. A muchas de tales personas les surgen dudas cuando van a rellenar el impreso o en relación con los documentos que deben aportar. No hace mucho se sentó ante su mesa un individuo muy peculiar: rapado en apariencia, pues se cubría con un pañuelo al estilo pirata, de ojos azules y barba rubia, con varias cicatrices cruzándole el rostro, carente de mano izquierda, en cuyo lugar exhibía un apéndice biónico al igual que en su pierna derecha de la rodilla hacia abajo. Pero lo más sorprendente de aquel tipo no era su aspecto sino su modo de hablar, vaya, más bien el desparpajo con el que se dirigió a mi amigo para que le ayudase a perpetrar sus intenciones. Buenos días, me llamo Steve Leclerc, señor... Braulio, dijo leyendo el nombre de mi amigo que se exponía junto a un abrecartas encima de la mesa. Verás, vengo a que me ayudes a rellenar este endiablado impreso, tuteó sin contemplaciones en un buen castellano, pero con un acento cuyo origen mi amigo no supo determinar, porque hay que ver lo difícil que resulta entender las instrucciones que se dan en los impresos de este país, y que conste que yo soy español, eh, se me concedió la nacionalidad hace cinco años, aunque nací en Kenia para luego... para luego recorrer medio mundo por esos mares de Dios... Lo que te decía, Braulio, creo que debe corresponderme un grado de minusvalía superior al 65%. Bueno, señor Leclerc, replicó mi amigo manteniéndose al margen del tuteo con la esperanza de que el otro retomase la senda del formalismo burocrático, ignoro las argumentaciones y los documentos que usted va a presentar, pero, en todo caso, no me compete a mí la decisión sobre su grado de minusvalía. Lo comprendo, Braulio, pero reconocerás que faltándome una mano, la movió ante sus narices, la mitad de una pierna, se puso en pie para subirse el pernil derecho y mostrarle el dispositivo biónico, y un ojo, introdujo unos dedos de titanio, o del metal que fuera, por los bordes de los párpados, de un modo que a mi amigo le dio una grima espantosa, para extraer un globo ocular de vidrio que sonó en la mano del señor Leclerc como una canica que cayese rebotando sobre la tapa de hierro de una alcantarilla, no estoy para muchas alegrías, porque apenas me valgo por mí mismo y mi señora bastante tiene con hacer la..., con trabajar de sol a sol todos los días, comentó, sentándose de nuevo, sin aclarar a cuál de los intervalos entre los dos soles se refería. Steve Leclerc colocó el ojo junto al abrecartas. Concretemos, dijo mi amigo apartando la vista de la cuenca vacía, como una gruta sanguinolenta que no invitaba en absoluto a la exploración, hay otros ciudadanos que requieren nuestro servicio y no tenemos toda la mañana... Eso es verdad, Braulio, que no quiero parecerme a mi padre, siempre contando batallitas de aquí y de allá, porque mi padre, que era belga, se las traía, y mi madre, nacida en Escocia, también, aventureros los dos, siempre en busca de fortuna por esas selvas, y claro, así he salido yo, pirata en el Índico durante más de veinte años, lo que no me sirvió para hacerme rico, que conste, sino para perder un buen porcentaje de mi cuerpo, y si no fuera por la comprensión, la comprensión y las leyes, dicho sea de paso, de este benéfico país, no hubiese paliado mis deficiencias con estos dispositivos mecánicos, volvió a mover la mano metálica, porque gracias a que me concedieron el asilo político cuando huí de Somalia, hará ya cerca de quince años, pude sobrevivir en condiciones aceptablemente dignas; ¿conoces cómo son las cárceles en Somalia? No, señor Leclerc, pero, repito, procure no divagar y hágame sus preguntas de la manera más precisa posible. Enseguida, Braulio, enseguida, ya sé que un buen funcionario es el mejor profesional que necesita cualquier país, y lo sé porque yo también me considero un profesional de categoría en mi sector, no como esos piratas somalíes de ahora que van a lo fácil, unos pipiolos asaltando atuneros a punta de metralleta, aprovechándose de la provisionalidad de unos gobiernos o de la cobardía de otros que no se atreven a infringir las leyes internacionales que regulan la navegación y asuntos parecidos... Yo sí que me la he jugado, amigo Braulio, menos mal que me acogieron en España y que tuve la suerte de que unos médicos me eligieran para experimentar estos apéndices biónicos sin que a mí me costara ni un solo euro. Así que eso fue con cargo a la Seguridad Social, murmuró mi amigo olvidándose de que llevaba diez minutos atendiendo a aquel tipo. Claro que sí, ya te dije que soy pobre a pesar de mis años de pirata, pero no pienses que no he cumplido con la justicia, porque bastante sufrí en el presidio de Somalia. Que acabé con la vida de unos cuantos, de acuerdo, que no pude resistirme a violar a algunas decenas de jovencitas, como las que navegaban con sus familias en un yate de lujo no muy lejos de las islas Maldivas, no lo niego, pero todo fue por una buena causa: la lucha contra las clases opulentas que controlan el capitalismo, porque el capitalismo tiene la obligación moral de devolvernos lo que nos ha robado, ya sea a personas o a países..., y a eso vengo yo, a que me devuelva algo, si no es posible un ojo por lo menos una paga mensual, un subsidio que compense tanta desgracia: de las muertes y las violaciones también tiene la culpa el capitalismo descarnado que impregna el mundo. Me conformo con un 70% de minusvalía. No es que quiera cuestionar sus razonamientos, señor Leclerc, pero, ¿no le parece que el estado español se ha gastado ya bastante en usted como para que continúe exigiendo más ayudas, sobre todo si se tiene en cuenta que lo salvaron en su día concediéndole el asilo político?, preguntó Braulio omitiendo exteriorizar las últimas palabras que pensó: sin merecerlo, asesino y violador. Esto no es un asunto que se sustancie en la lógica o los sentimientos, amigo mío, sino en las leyes: que te asiste el derecho a pedir más, pues lo pides y punto, que para eso tiene uno la nacionalidad española y, además, un ciudadano de la Unión Europea no debe rendirse nunca al desánimo: si se renuncia a la legítima aspiración de alcanzar la sociedad del ocio, estaremos ya para siempre a merced del capitalismo. ¿Sociedad del ocio o sociedad del vicio?, inquirió mi amigo que ya empezaba a cabrearse. Da igual, Braulio, ¿o es que aún no te has enterado de que los vicios ahora se llaman adicciones, dignas de conmiseración y tratamiento terapéutico, que exculpan de cualquier responsabilidad, y de que el ocio, en su máxima expresión, se fundamenta en esas adicciones creadoras de empleo, ya sea sumergido o visible? Vale, dijo derrotado mi amigo, ya que no termina de concretar sus dudas, si le parece comenzamos por consignar sus datos..., Steve Leclerc, ¿verdad? Sí. ¿DNI o tarjeta de residencia? Oye, Braulio, en profesión pones pirata retirado, retirado, eh, como los militares, que yo me considero un militar con mutilaciones sufridas en acto de servicio a lo largo de dos décadas. No es preciso mencionar la profesión. Lo digo por si lo fuera, Braulio, aclaró rascándose el cogote con la mano mecánica.

jueves, 20 de enero de 2011

Crisisantemos

Durante el último día de difuntos se vendieron menos flores, como consecuencia de la crisis, claro. Las de plástico no se marchitan y, por otra parte, la lluvia se encarga de limpiarlas, lo que ahorra bastantes visitas al camposanto. El pragmatismo y la economía se imponen hasta en este tipo de asuntos. Si en las lápidas se prescindiese de epitafios y demás retórica referente a los familiares, sustituyendo de paso el nombre del fallecido por un número, como por ejemplo el DNI, gastaríamos menos en marmolistas, que ya cobran bastante por inscribir, a menudo con faltas de ortografía, los apellidos del muerto.
La incineración no representa muchas ventajas, en lo que a coste se refiere, con respecto a la inhumación, pues, aunque el familiar no esté obligado a la compra de un columbario para depositar la urna, el proceso encarece las pompas fúnebres si no se dispone de un seguro. Aunque hay gente que guarda en un armario empotrado varias urnas: con las cenizas de su esposo, de su padre, de su suegra, de una hermana y hasta de un perro muy querido, siempre que se rechace contaminar las aguas de un río, de una bahía o del embalse que abastece de agua a la población con los restos carbonizados. Incluso no faltará quien, presa del desvarío, cultive en dichas urnas, mejoradas las cenizas con algo de tierra del lugar, unos geranios, petunias y hasta crisantemos, las flores más apropiadas a juzgar por las preferencias de la mayoría (su parte de culpa tendrán los japoneses).
No están los tiempos para exequias de lujo, por más que algunas funerarias ofrezcan a sus posibles clientes probar los ataúdes, acolchados y guarnecidos con materias nobles, como si fuesen esos canapés de salmón que puedes degustar en una gran superficie, tomándolos de una bandejita con la que te aborda una joven con un atuendo típico de Noruega y unas tetas generosas asomando por su escote. ¿Cuál es su talla, caballero?, disponemos de todo tipo de medidas, desde la L a la XXL; ni de sobra ni encogido, que un cadáver también merece yacer a gusto: si pudiera apreciar la comodidad lo agradecería, ¿no cree? Sí creo, aunque no tanto en el valor de la extravagancia, en esos negocios basados en el estudio de tendencias, en las modas que se avecinan, que terminarán martirizándonos con despedidas de solteros donde unos vampiros sátiros pretenderán chuparnos hasta la última gota de sangre y, lo que es peor, hasta el último céntimo. Hay muchas cosas superfluas, repugnantes o simplemente prescindibles cuya omisión nos permitiría ahorrar un poco, por ejemplo las despedidas de solteros ya citadas, con o sin vampiros sátiros (o vampiresas ninfómanas). Para entretenernos resulta más barato cultivar crisantemos en una maceta de las de verdad, pensando en el próximo día de difuntos, subir a un monte sin la ropa ni el material deportivo recomendado, o pasear por un parque, como hacían nuestros abuelos, que no les daban la lata a nadie con el botellón, ni con luchas callejeras, ni con el claxon de un coche haciéndote correr por un paso de cebra. Y no necesitaron más estímulos para parir a nuestros padres.